martes, 17 de junio de 2014

La sexualidad y el desasosiego

Por María Teresa Priego

La Silla Rota publica un excelente reportaje: “Pantallas calientes que transpiran sexo…el comportamiento compulsivo de quienes son adictos al porno en Internet los lleva a una vida en la clandestinidad y en algunos casos les provoca sentimiento de culpa”.

Los testimonios son honestos y conmovedores. Elijo el de una joven mujer madrileña que aparece con el subtítulo “El desenfreno”: “Susana es una chica normal de Madrid. Hija de una familia normal y corriente de clase media. Su cuerpo es menudo y esbelto…Fue una niña exigente consigo misma. No tuvo amigas… A los 15 años padeció anorexia y bulimia. A los 17 mantuvo su primera relación sexual y encadenó varios novios. En la universidad comenzó a salir de fiesta todos los días... De noche, entre la neblina de las discotecas, empezó a sentirse atractiva. Deseada. ‘Y sentirse deseada crea adicción…Me centraba con una amiga en salir de caza. Nunca me llevaba los tíos a casa. Lo hacía con ellos en las esquinas, en los baños, en el coche. He llegado a tirarme a tíos en plena calle, mientras pasaba gente a nuestro lado. Usaba abrigos largos para taparme. Entonces no veía nada raro en todo aquello. Y la búsqueda de la emoción, de la sexualidad al límite, me tenía enganchada. Después me sentía vacía. Abandonada’”. (El texto completo está en la portada del portal).

“Abandonada”, dijo. Quizá una podría deletrear a-ban-do-no para intentar entender el trasfondo de toda adicción: el cigarro que “acompaña”, el alcohol que “abraza”, el sexo compulsivo e indiscriminado que libera por unos segundos de la angustia que producen el amor y el desamor. “Y sentirse deseada crea adicción”, la muchacha que se sentía solitita encontró una manera de encubrir su ansiedad, de silenciar preguntas que quizá tienen más que ver con la búsqueda de identidad, que con el sexo. Cuando el psicoanalista Jacques Lacan dijo su frase: Los seres hablantes (nosotros, inscritos en las palabras) vivimos “el deseo de ser deseados por el otro”, se refería a “deseados” en el sentido más amplio de la palabra, un deseo que incluiría –necesariamente- el más allá del cuerpo. Deseamos ser respetados, escuchados, amados por el otro. La sexualidad compulsiva sería –quizá- la negación de esa demanda de amor de la cual somos portadores, y su reducción al territorio de la corporeidad.  Una negación en la que una persona se instala, porque no le queda de otra, porque no encuentra otra posibilidad en esos momentos para manejar su inmenso desasosiego.

“Hacemos como que te doy y hacemos como que me das, hacemos como que estamos juntos estos minutos detenidos entre mi nada y tu nada”. Ese “Hacer como si…” (as if) del que escribía el psicoanalista Winnicott: La puesta en escena de las emociones en el afán de ser capaz –un día- de vivirlas. Repetir, para intentar sanarse. Quienes padecen o han padecido de una sexualidad compulsiva describen  el vacío que viene después. Más soledad. Y la urgencia de recomenzar. La adicción lastima los afectos, irrumpe a todo lo largo del día afectando la vida cotidiana. La adicción toma el poder. En el reportaje, los testimonios hablan de la terapia que les permite comenzar a imaginar una vida distinta, buscar ese daño interior, el verdadero, ese daño no dicho que está detrás de la compulsión. Acercarse a la demanda de amor, y soportarla.

El reportaje de La Silla Rota me llevó –ineludible- hacia la película “Ninfomanía” de Lars Von Trier, ahora –la primera parte- en la Cineteca Nacional. Y me llevó hacia el libro autobiográfico “La vida sexual de Catherine M”, de Catherine Millet y al “Diario de una ninfómana” de Valérie Tasso. Pasando, por supuesto, y toda proporción y diferencia guardada, por las obligadas reminiscencias del Marques de Sade y de Bataille.  En el caso de Millet, (un best seller con más de 25 traducciones) su éxito tuvo mucho que ver con el curriculum de la autora: La directora de la revista Art Press, una “intelectual” y personaje del mandarinato cultural francés, publicaba un testimonio de treinta años de relaciones sexuales compulsivas. Un testimonio muy doloroso en el que Millet describe su urgencia por el “número de hombres” y el “anonimato de los encuentros”. Todo el libro una se pregunta: Pero ella, ¿siente placer? ¿La adicción sexual, se trata de sentir placer? Es muy probable que no. Al final, una estremecedora alusión al padre nos deja atónitos y tristísimos en esa larga saga del cuerpo invocado como tierra de nadie.

¿A qué se debe la conmoción que estas narrativas produjeron y producen? ¿Gazmoñería? Quizá en algunos casos. ¿El impacto que produce el sexo que se expone en toda su crudeza sobre todo cuando quien ofrece su testimonio es una mujer? También. ¿Hay algo allí que llama como diría Kristeva “a esa parte oscura de nosotros mismos?”. También. Todas/os somos portadores de fantasmas e imaginarios inconfesables. Pero hay una diferencia, ciertamente, entre el juego de los imaginarios y el paso –descarnado- al acto.  A cada quien de elegir como vive la singularidad de sus deseos, pero no deja de ser hermoso cuando sucede en el contento.  ¿En dónde se coloca la piel y por qué? Como suele suceder con las películas de ese enfant terrible que es Lars Von Trier, “Ninfomanía” nos arroja hacia el callejón de las preguntas inevitables: ¿Qué es la sexualidad? La sexualidad y la sensualidad, ¿acaso son idénticas? ¿Cuáles son las diferencias entre la sensualidad femenina y la masculina? ¿Podríamos permitirnos generalizaciones en este tema? ¿Cuál es el lugar de la ternura, de la equidad,  de la empatía en el acto sexual? Aún en el más intempestivo y producto del azar (suponiendo que “el azar” exista).

Entre un hombre y una mujer, ¿son equitativas las posibilidades de placer en un encuentro fortuito? Dado, y acá sí me permito generalizar, que nuestros ritmos en la sensualidad suelen ser muy distintos. Continuó el deslizamiento y dejo de lado lo fortuito: en las relaciones entre un hombre y una mujer que sí se conocen y saben sus nombres, que son amigos, o que se aman en una pareja constante: ¿existe cada vez un intercambio amoroso inscrito en la equidad sexual, es decir en la búsqueda del placer y del orgasmo para ambos? Voy hacia una frase que me apena y me parece extravagante: ¿Entendemos la importancia del orgasmo femenino? Es decir, su “naturalidad”. Cuando escucho esos “chistes” que hacen referencia a “los eternos dolores de cabeza”, me da por preguntarme: si esa mujer supiera que va por el placer del otro y por el suyo, por el orgasmo del otro y por el suyo: ¿le dolería la cabeza? No digo que el amor sexual no esté repletito de complejidades (cada una/o arrastra su historia) sólo digo que los desencuentros silenciados y la inequidad entre hombres y mujeres ante la sexualidad –tan determinada por la cultura- la complican de más.

“Ninfomanía” es la historia de una mujer desde la adolescencia hasta los cincuenta años. La película sucede en dos capítulos, hasta ahora en México se exhibe el primero. Comienza con una pantalla oscura, luego aparece una mujer que yace en el piso con sangre en el rostro. Un hombre la descubre e intenta ayudarla. Ella no quiere. Insiste, la lleva a su casa y le sirve un té. El decorado es sobrio, nos queda claro que Seligman es un hombre solitario que ama la música y los libros. Nos queda claro que su deseo es proteger a esa muchacha desamparada, y sobre todo –y sin juicio alguno- tratar de entenderla. Joe insiste en que ella es “una mala persona”, él responde que “las malas personas”, así, como absoluto, tal vez no existan. La narrativa comienza mientras ella está tendida en una cama (a la manera de un diván) y Seligman la escucha desde una silla, manteniendo una distancia entre los cuerpos (a la manera del psicoanalista).

Un hombre está junto a Joe, en una habitación cerrada, y su interés –inaudito en la vida de Joe- no es sexual. Quiere conocerla y escucharla.  A partir de ese momento Joe puede librar su historia. La excelente actriz que interpreta el “presente” es Charlotte Gainsbourg, la hija de Serge y Jane Birkin. Sí, aquellos que cantaban juntos: “Yo te amo, yo tampoco”, la canción en la que ella lanza sus encantadores gemiditos. Joe comienza con el erotismo a solas (que nunca es “a solas”, puesto que la imaginación existe) y pasa de allí a la búsqueda de un joven que la inicie en la sexualidad, lo que sucede con una brutalidad y un desapego tal, que las risas nerviosas invaden el cine. Horrible. Luego compite con su amiga para ver cuál de ellas logra más no-relaciones sexuales en los vagones del tren, el premio es una bolsita de bombones. Ambas se aplican. Así comienza la fuga de Joe hacia la sexualidad, cuyas causas no conocemos, nos falta la segunda película.

Hay quien considere que “Ninfomanía” es una película misógina, no es mi impresión. Es una historia de dolor que se expresa en la compulsión sexual, y el personaje es femenino. Tampoco me parece que sea una película “moralina que intenta llevar a las mujeres ‘por el buen camino’”, los “buenos caminos” a ultranza no se le dan a Von Trier. Narra el exceso de una adicción atravesada por el sufrimiento. Narra la búsqueda de identidad y de sentidos de vida. Y sobre todo: nombra el pánico a la cercanía, a la intimidad, el pánico de amar, experiencias que todas/os podemos reconocer como nuestras, sólo que acá rozan un extremo. Los extremos suelen ser una buena manera de indagar, no sólo lo que implican, sino también su cantidad de “en medios”. Si Seligman, el hombre que sabe escuchar, es la manifestación de las emociones de Lars Von Trier, el director es profundamente empático –en esta película- con los avatares de una femineidad que busca sus rumbos. No hay en Seligman juicios “moralinos”, lo suyo es la poesía y el intento de aprehender lo humano. “Hay dos actitudes frente a la adicción, juzgarla o empatizar”, dice Seligman.

Hay claves que se van librando a lo largo de la película en las conversaciones de Joe con su amiga: No compartir una relación sexual dos veces con la misma persona. Prohibido en el pacto. Separar los actos sexuales del amor, porque el amor es un gran inconveniente. No se especifica por qué.  En algún momento la amiga le insinúa que tal vez el amor podría ser un ingrediente que lleva a modos muy deseables del placer; Joe no puede escuchar, su búsqueda continúa…hasta que se enamora. Aterrizamos en un final de esta primera parte cuando en medio del acto sexual Joe le dice desesperada a su amante: “No siento, no siento nada”. ¿No siente nada porque es incapaz –aún- de concebir a su objeto sexual y a su objeto de amor en la misma persona? Lo que nos lleva a ese tan interesante ensayo de Freud: “La degradación de la vida amorosa”, en el que describe los conflictos de algunos hombres (sólo habla en masculino, aunque quizá es igual en ambos caos) para permitirse desear a la mujer que aman, y como terminan separando: el objeto de amor no les provoca deseo (asociado al maternaje), el objeto de deseo no puede (dejaría de serlo) provocarles amor.  O,  quizá Joe por primera vez puede expresar en voz alta lo que siempre estuvo: se aferró a la compulsión sexual en un intento por sentir y sentir y sentir, porque no siente casi nada. Algo en ella, en su historia, congeló sus emociones y sus deseos.

La adicción es una huida, la adicción se vive como la posibilidad –única- de un refugio, hasta que somos capaces de construirnos una calidez interior que nos proteja y nos albergue. Es un tránsito.  Somos tan frágiles, tan desbrujulados, tan humanos. La dificultad para simbolizar un más allá del cuerpo, podría tender a convertir el cuerpo en una tierra de nadie, cuando en la vida parecería que cada una/o compulsiva/o o no, sueña –más que nada- con ser reconocido y nombrado y vivir su sexualidad con libertad, con pasión y con contento.

Pienso en las realidades más cotidianas que nada tienen que ver con la compulsión, pero sí con la sexualidad concebida como falta: el constante aumento de los embarazos adolescentes. ¿Cómo sucede en los casos en los que la relación es consensuada y los jóvenes sí tienen la información necesaria? ¿Cuál es la prohibición y/o el hondo malentendido cultural que lleva a las/los jóvenes a castigar su sexualidad no protegiéndose? ¿Por qué el deseo y el placer sexuales tienen aún tanto de amenaza y de culpa? ¿Por qué el cine se llena de risas nerviosas ante los actos sexuales explícitos, aún cuando su trasfondo sea más bien dramático?

La sexualidad es trasgresora. Lo es porque implica un placer en el que compartir implica arrancarse de una/misma/o para visitar otros mundos. Lo es porque implica dejarse ir a los jardines secretos, del corazón y del cuerpo; pero “trasgresora”, no es sinónimo de culpable. No tendría por qué serlo. Nos encontramos para nombrarnos la una al otro, el uno al otro, la una a la otra. Por un día, por meses o por años. En relaciones que traen consigo o no, la sensualidad. ¿Acaso encontrarse no es el más profundo anhelo humano?
@Marteresapriego

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